Menos mal que el pequeño Pepillo se dio cuenta de que todo había sido un sueño. Todo estaba del revés, en casa tenía que reñir a su mamá y a su papá, pues tardaban en despertarse, y se pasaban la mañana llorando porque no querían ir a trabajar, no querían bañarse, ni lavarse los dientes… y para vestirles había que invertir un montón de tiempo. Pepillo les pedía que colaborasen, porque al final les tocaría ir igual al trabajo, ya que era su obligación, y que lo entenderían cuando fuesen niños responsables como él. Aún así, había que cambiarles de ropa, porque se manchaban todo el rato con las tostadas de mantequilla y mermelada tan ricas que Pepillo les había preparado con tanto cariño. Pepillo estaba cansado, cada mañana le pasaba lo mismo, y no entendía por qué tardaban tanto en aprender.
Cuando por fin lograba que su mamá y su papá se montaran en el coche, Pepillo también tenía sus obligaciones, todos los días de Lunes a Viernes, tenía que acudir al cole, y no faltaba casi nunca... Pero hoy también estaba todo diferente, y no solo en casa, sino que allí también tenía problemas, ¿por qué estaban los adultos tan raros? Esta vez era la maestra la que se portaba mal, y desde que sonó el timbre, corría por la clase, hacía dibujos en la pizarra, lanzaba papeles arrugados a los compañeros… y lo peor de todo, no les enseñaba la lección del día. Justo hoy, que tocaba el tema favorito de Pepillo: los animales invertebrados. Pepillo decidió tomar medidas y ponerse serio. Levantó la mano, porque era un niño muy educado, y le pidió a la maestra que si podía dirigirse a hablar con la directora acerca de su comportamiento reprensible y tan poco responsable. La maestra, en lugar de darle permiso, le hizo burla y se tiró al suelo, ensuciando sus pantalones, pero no parecía importarle. Claro, como no lo iba a lavar ella.
Aunque la maestra no le dio permiso para salir del aula, Pepillo decidió tomar partido por su cuenta, y dirigirse por sus propios medios al despacho de dirección. Cuando entró, no podía salir de su asombro: la directora estaba jugando, haciendo una pirámide humana con el resto de maestros y maestras que hoy no habían ido a dar clase a las aulas y con otros adultos que no podía reconocer, pero que claramente, tampoco habían acudido hoy a sus puestos de trabajo. La directora, quien propuso el juego, se reía mucho por su ingenio, ya que era una pirámide que iba de mayor responsabilidad a menor responsabilidad. Ella se encontraba arriba del todo, en la cúspide, ya que era la que más mandaba, y abajo del todo estaban los obreros de la construcción de la casa de su amigo Josete. Su padre siempre le decía que los obreros eran los que más trabajaban y los que más palos recibían. La maestra no quería jugar con otros adultos, como el alcalde, o los presidentes de las empresas privadas, ya que si no ella no estaría en la cúspide, y era eso lo que la divertía por encima de todo. Pepillo se rindió, porque al llamar a la directora para sancionar a su maestra, esta solo se reía más.
Pepillo confesó al contar el sueño a su mascota, la tortuga Susana, que le dio mucho miedo, porque la risa de la directora parecía que tenía vida propia y se escuchaba distorsionada, como la de un monstruo gigante. Al ver que no recibía atención, Pepillo decidió volver a clase, dentro de lo malo, allí solo había una persona adulta, y no una pirámide con cuarenta adultos indiferentes a su presencia. Pepillo entró y vio a todos los niños indignados con el comportamiento de la maestra, ¡estaba jugando a la rayuela, que ella misma dibujó en el suelo de la clase! Pepillo y sus compañeros decidieron tomar represalias en el asunto, se reunieron en el pasillo y se dieron cuenta de que solo había una solución: llamar a los hijos de la maestra, y si no mejoraba su comportamiento, no podrían evitar expulsarla del cole, aunque eso les iba a doler más a ellos que a la misma maestra. Fue una dura decisión, pero tuvieron que llevarla a cabo.
Pepillo fue designado el responsable de realizar la llamada a casa de los hijos de la maestra. Cuando se dirigió al despacho de la directora para realizar la llamada, los adultos seguían jugando, esta vez al zapatito inglés. Mientras les observaba, incrédulo, Pepillo introdujo el número. Después de un rato de espera, se dio cuenta de que los niños, al igual que él, también tenían sus responsabilidades, y en estos momentos se encontrarían estudiando en el cole (si es que sus maestras eran más responsables que la de Pepillo).
Pepillo estaba triste y enfadado y pensó, dentro del sueño, en lo difícil que era ser niño y tener que lidiar con una maestra que entraba y salía de clase a su antojo, que iba a sacar punta a la papelera todo el rato, que tiraba cáscaras de mandarina a sus alumnos… Además, todos los días, sin parar, tener la obligación de cuidar a sus padres, con cuidado de que no se acercasen ni a la corriente ni al armario de los productos de limpieza. Por no hablar de tener que hacer la comida y fregar todos los días. Pero lo peor, era conseguir que los adultos le hiciesen caso. Siempre había que regañarles, y al final, volvían a hacer lo que querían, lo terminaban ensuciando y rompiendo todo y encima, no le dejaban dormir.
Cuando volvió a casa todo estaba más extraño, más oscuro. Pepillo escuchó unas voces extrañas, y decidió quedarse observando detrás de la puerta. Sus padres se encontraban hablando entre ellos y el extraño comportamiento le aterró. Sus padres hablaban entre ellos, sí, ¡pero del revés!, no decían nada, o al menos, Pepillo no sabía todavía hablar ese extraño idioma. Además, se movían por la casa como si estuvieran flotando. Pepillo sin querer pisó una pequeña ramita que se encontraba enganchada en la parte baja de la puerta, y sus padres inmediatamente giraron sus cuerpos hacia el ruido. Cuando le pillaron espiándoles, fueron corriendo, o más bien volando, hacia él. Sabían que tenían que irse a dormir, y eso no les gustaba nada. Sus caras se transformaron gradualmente en extraños seres con dientes puntiagudos, como el payaso de la película que vio ayer por la noche, que su madre no le dejaba ver porque se haría pipí y tendría pesadillas. Pepillo aún así dijo que ya era muy mayor y muy valiente y que no le daban miedo esas cosas.
Así fue como empezó a sospechar de que quizá todo lo que estaba pasando solo era un mal sueño, pero seguía estando aterrado por los extraños acontecimientos. El pequeño Pepillo empezó a hacerse pipí, y no sabía cómo ir al baño, porque estaba acorralado por los monstruos que habían sustituido a sus padres. Antes de sonar la alarma, Pepillo gritó, ¡por qué no puedo ser ya adulto! Se despertó, removiéndose inquieto y a la vez aliviado de ver que todo había sido una pesadilla. Pero le dio tiempo de ir al baño. Después fue corriendo a contárselo todo a su tortuga Susana.