lunes, 24 de febrero de 2025

PESADILLA - CUENTO INFANTIL

Menos mal que el pequeño Pepillo se dio cuenta de que todo había sido un sueño. Todo estaba del revés, en casa tenía que reñir a su mamá y a su papá, pues tardaban en despertarse, y se pasaban la mañana llorando porque no querían ir a trabajar, no querían bañarse, ni lavarse los dientes… y para vestirles había que invertir un montón de tiempo. Pepillo les pedía que colaborasen, porque al final les tocaría ir igual al trabajo, ya que era su obligación, y que lo entenderían cuando fuesen niños responsables como él. Aún así, había que cambiarles de ropa, porque se manchaban todo el rato con las tostadas de mantequilla y mermelada tan ricas que Pepillo les había preparado con tanto cariño. Pepillo estaba cansado, cada mañana le pasaba lo mismo, y no entendía por qué tardaban tanto en aprender.

 Cuando por fin lograba que su mamá y su papá se montaran en el coche, Pepillo también tenía sus obligaciones, todos los días de Lunes a Viernes, tenía que acudir al cole, y no faltaba casi nunca... Pero hoy también estaba todo diferente, y no solo en casa, sino que allí también tenía problemas, ¿por qué estaban los adultos tan raros? Esta vez era la maestra la que se portaba mal, y desde que sonó el timbre, corría por la clase, hacía dibujos en la pizarra, lanzaba papeles arrugados a los compañeros… y lo peor de todo, no les enseñaba la lección del día. Justo hoy, que tocaba el tema favorito de Pepillo: los animales invertebrados. Pepillo decidió tomar medidas y ponerse serio. Levantó la mano, porque era un niño muy educado, y le pidió a la maestra que si podía dirigirse a hablar con la directora acerca de su comportamiento reprensible y tan poco responsable. La maestra, en lugar de darle permiso, le hizo burla y se tiró al suelo, ensuciando sus pantalones, pero no parecía importarle. Claro, como no lo iba a lavar ella. 

Aunque la maestra no le dio permiso para salir del aula, Pepillo decidió tomar partido por su cuenta, y dirigirse por sus propios medios al despacho de dirección. Cuando entró, no podía salir de su asombro: la directora estaba jugando, haciendo una pirámide humana con el resto de maestros y maestras que hoy no habían ido a dar clase a las aulas y con otros adultos que no podía reconocer, pero que claramente, tampoco habían acudido hoy a sus puestos de trabajo. La directora, quien propuso el juego, se reía mucho por su ingenio, ya que era una pirámide que iba de mayor responsabilidad a menor responsabilidad. Ella se encontraba arriba del todo, en la cúspide, ya que era la que más mandaba, y abajo del todo estaban los obreros de la construcción de la casa de su amigo Josete. Su padre siempre le decía que los obreros eran los que más trabajaban y los que más palos recibían. La maestra no quería jugar con otros adultos, como el alcalde, o los presidentes de las empresas privadas, ya que si no ella no estaría en la cúspide, y era eso lo que la divertía por encima de todo. Pepillo se rindió, porque al llamar a la directora para sancionar a su maestra, esta solo se reía más. 

Pepillo confesó al contar el sueño a su mascota, la tortuga Susana, que le dio mucho miedo, porque la risa de la directora parecía que tenía vida propia y se escuchaba distorsionada, como la de un monstruo gigante. Al ver que no recibía atención, Pepillo decidió volver a clase, dentro de lo malo, allí solo había una persona adulta, y no una pirámide con cuarenta adultos indiferentes a su presencia. Pepillo entró y vio a todos los niños indignados con el comportamiento de la maestra, ¡estaba jugando a la rayuela, que ella misma dibujó en el suelo de la clase! Pepillo y sus compañeros decidieron tomar represalias en el asunto, se reunieron en el pasillo y se dieron cuenta de que solo había una solución: llamar a los hijos de la maestra, y si no mejoraba su comportamiento, no podrían evitar expulsarla del cole, aunque eso les iba a doler más a ellos que a la misma maestra. Fue una dura decisión, pero tuvieron que llevarla a cabo. 

Pepillo fue designado el responsable de realizar la llamada a casa de los hijos de la maestra. Cuando se dirigió al despacho de la directora para realizar la llamada, los adultos seguían jugando, esta vez al zapatito inglés. Mientras les observaba, incrédulo, Pepillo introdujo el número. Después de un rato de espera, se dio cuenta de que los niños, al igual que él, también tenían sus responsabilidades, y en estos momentos se encontrarían estudiando en el cole (si es que sus maestras eran más responsables que la de Pepillo). 

Pepillo estaba triste y enfadado y pensó, dentro del sueño, en lo difícil que era ser niño y tener que lidiar con una maestra que entraba y salía de clase a su antojo, que iba a sacar punta a la papelera todo el rato, que tiraba cáscaras de mandarina a sus alumnos… Además, todos los días, sin parar, tener la obligación de cuidar a sus padres, con cuidado de que no se acercasen ni a la corriente ni al armario de los productos de limpieza. Por no hablar de tener que hacer la comida y fregar todos los días. Pero lo peor, era conseguir que los adultos le hiciesen caso. Siempre había que regañarles, y al final, volvían a hacer lo que querían, lo terminaban ensuciando y rompiendo todo y encima, no le dejaban dormir. 

Cuando volvió a casa todo estaba más extraño, más oscuro. Pepillo escuchó unas voces extrañas, y decidió quedarse observando detrás de la puerta. Sus padres se encontraban hablando entre ellos y el extraño comportamiento le aterró. Sus padres hablaban entre ellos, sí, ¡pero del revés!, no decían nada, o al menos, Pepillo no sabía todavía hablar ese extraño idioma. Además, se movían por la casa como si estuvieran flotando. Pepillo sin querer pisó una pequeña ramita que se encontraba enganchada en la parte baja de la puerta, y sus padres inmediatamente giraron sus cuerpos hacia el ruido. Cuando le pillaron espiándoles, fueron corriendo, o más bien volando, hacia él. Sabían que tenían que irse a dormir, y eso no les gustaba nada. Sus caras se transformaron gradualmente en extraños seres con dientes puntiagudos, como el payaso de la película que vio ayer por la noche, que su madre no le dejaba ver porque se haría pipí y tendría pesadillas. Pepillo aún así dijo que ya era muy mayor y muy valiente y que no le daban miedo esas cosas. 

Así fue como empezó a sospechar de que quizá todo lo que estaba pasando solo era un mal sueño, pero seguía estando aterrado por los extraños acontecimientos. El pequeño Pepillo empezó a hacerse pipí, y no sabía cómo ir al baño, porque estaba acorralado por los monstruos que habían sustituido a sus padres. Antes de sonar la alarma, Pepillo gritó, ¡por qué no puedo ser ya adulto! Se despertó, removiéndose inquieto y a la vez aliviado de ver que todo había sido una pesadilla. Pero le dio tiempo de ir al baño. Después fue corriendo a contárselo todo a su tortuga Susana.

lunes, 25 de marzo de 2024

JUAN CORTÉS

"¡Castilla! ¡Tierra bendita

que amorosamente guardas

las cenizas de mis padres

en tu seno sepultadas;

tierra donde tiene asiento

el hogar que me prestara

calor de tiernos cariños,

luz de hidalgas enseñanzas,

y que fue testigo amante

de las empresas bizarras

que en el albor de la vida

nos alientan y arrebatan!

 

¡Castilla! ¡Sagrado suelo,

acicate de mis ansias,

centro de mis afecciones,

imán de mis añoranzas,

donde hay tanto oculto nido,

tanto rincón grato al alma,

alegrado con mis risas

ó regado con mis lágrimas!

 

¡Castilla! ¡Castilla noble!

¡Un hijo tuyo te canta!

¡No desprecies sus estrofas

por desabridas ó vanas!

¡Mira que al son de tu verso

clásico van ajustadas,

y que brotan del ardiente

amor que inspira la patria!

 

Más que los montes gigantes

Que hasta el cielo alzan su cresta

Ceñida por los girones

Cenicientos de la niebla;

Más que las vertientes ásperas

De matorrales cubiertas,

Por los torrentes hendidas

O rasgadas por las peñas;

Más que los umbrosos valles

Alfombrados de praderas

Y surcados por arroyos

Que entre rocas culebrean;

Más que todo aquel conjunto

De sorprendentes bellezas

Que en otros suelos y climas

Ofrece Naturaleza,

Me agradan estas llanuras

Donde las mieses ondean

Semejando inmensos mares

De esmeralda, en primavera,

O trenzados flecos de oro

Cuando el verano las tuesta;

Estas enanas colinas

Por cuya falda rastrean

Y se cruzan, enredándose,

Los vástagos de las cepas,

Y estas amplias hondonadas

Donde álamos en hileras

Marcan el cauce de un río,

De corriente mansa, lenta,

Que con majestad se extiende

Y que límpida refleja,

Como colosal espejo,

Un cielo de luz espléndida.

 

Aquí no se desparraman

En el campo las viviendas

Al igual que alado bando

Si el gavilán lo dispersa.

 

¡Separación y aislamiento,

Tedio y egoísmo engendran!

En haz apretado se unen

Formando villas y aldeas,

Y así convidan a cambio

Mutuo de afectos e ideas,

A comunidad de esfuerzos,

A recíproca defensa".

JUAN CORTÉS






 

Lo último

 

Hoy mi madre me ha pasado esta foto de lo último que queda en la casa de mis abuelos, casi derruida por lo inhabitado.

Pienso en el eterno capítulo que la despoblación sigue escribiendo con desidia. Castilla sigue muriendo y buscamos apagar su sed con una esponja empapada en vinagre.

Hablo con mi madre y me dice que han vendido esa casa repleta de infancias generacionales, de tardes de silencios de madera vieja. No puedo procesarlo. Algo se ha roto pero no puedo entrar a rebuscar qué es. Solo siento un extraño frío y una tristeza que recorre mi interior sin saber muy bien de dónde procede. Me angustia la idea de saber que la nostalgia me abandona, que el fugaz paso del tiempo hace que el recuerdo sea plúmbeo e inconstante, intermitente, gradualmente quebrado y difuso.

Ahora no puedo pensar claro, las redes me han atrapado hasta el punto de ser un píxel muerto más en esta pantalla de la que no puedo salir.

Ya no puedo acceder a la experiencia del recuerdo lúcido. Todo lo que se me presenta del pasado, desde el más remoto al más inmediato, es una mancha difusa de algo que yo no he vivido.

Claro que recuerdo lo que viví, y quizá pueda acordarme de cómo me sentí. Pero por qué se nos niega la capacidad de instalarnos en ese pasado y recrearnos en el lujo de haber disfrutado de una infancia libertaria? "Recordar", en todo su significado etimológico se ha perdido porque lo automático se ha instalado en cada acto que realizamos.

Esta pérdida material se extrapola al dolor por la pérdida de todo lo que ello conlleva. Una casa llena de nada, de vacío, y a la vez llena de movimiento a través de todas sus etapas en la historia. Una familia que ya dejó de ser familia como los muertos dejan de ser vivos.

Cómo volver a enraizarse desde el desarraigo por la pérdida del mismo presente, si hasta el recuerdo es devastado por las grietas como una hoz que de un solo movimiento desgarra hasta el aire.




La casa

 

Es en la casa de mi abuela donde más escuché hablar sobre la muerte. Este hecho me enraizó a aquel espacio inconscientemente. La habitación de la gloria, que se situaba justo debajo de la mesa camilla redonda de mantel de falda, y que de vez en cuando impregnaba el aire de letargo; las extrañas hamacas que susurraban letanías al mecerse, y en las que mi abuelo me cantaba Ya se murió el burro; el sofá oscuro con motivos de espigas blancas bajo cuyas almohadas siempre se perdía alguna moneda o algún clínex arrugado sin usar; el armario, que escondía el ajedrez con el que perdí un millón de veces, con aquellas piezas de las que aún recuerdo el olor a madera vieja; el cajón de arriba, donde solo encontraba tesoros aleatorios, similar a aquellos libros donde tenías que encontrar seis canicas azules, cuatro alfileres y veinte sellos y escudos ocultos en el caos de objetos mezclados sin ningún sentido...



Pero sobre todo, el silencio que se escondía en aquellas conversaciones y que a veces se convertía en un mantra con el tic tac del reloj de la cocina desacompasado del tic tac del reloj del salón. En la infancia los silencios de las conversaciones adultas se tornan espesos, pero agradables, e incluso sin saber explicar por qué, reconfortantes.

Ese silencio se mezclaba con la gradual oscuridad que inundaba al mismo tiempo pero no en la misma intensidad tanto el cuarto como el resto de las estancias de la casa lúgubre en su totalidad. Silencio que según anochecía, se tornaba pausado y terrible, aunque al mismo tiempo no querías que terminase para poder explorar la casa en tinieblas sintiendo el miedo y la taquicardia de la incertidumbre ante las misteriosas habitaciones de alcobas que parecían esconder espíritus de ancestros. Cuantas más sombras se espaciaban por el cuarto, ya de por sí lúgubre, más se podía escuchar la sangre en la cabeza recorriendo tus adentros. El tiempo discurría en un tenue zumbido de vida y muerte. Se podía sentir la oscuridad en los huesos, pero no se encendía la luz hasta su total disolución, muestra inconsciente del solemne respeto por el Tiempo. En paralelo los temas se encaramaban más a la muerte, como un caduceo, o como una enredadera que conquista flemática todo lo que pueda abrazar con sus largas y esqueléticas raíces...





Recuerdo escuchar detenidamente aquellas conversaciones, seguramente desde una perspectiva de la obediencia hastiada, sin enterarme de nada y sin embargo, habiendo sido conquistada por cada palabra y cada historia. Todo pasa y todo queda. A veces hay que pararse a escuchar los detalles más mínimos que recordemos del pasado, porque eso es, en una medida más individual que todas las células y todos los átomos, sangre y huesos, lo que de alguna forma configura nuestra esencia no colectiva.

Recuerdo ser víctima del rapto de la soledad y buscar por toda la casa la quietud arrinconada en silencios...














La linterna vieja que emitía un haz de luz casi inexistente y tan naranja que parecía oniria, guiaba los pasos entre lo tenue de los habitáculos. Una extraña sensación de muerte y taquicardia me invadía como una legión avanzando favorable hacia un enemigo ya derrotado por la desidia...
















Recuerdo el tacto de mis dedos acariciando texturas, rodeando viñetas de motivos grabados que contaban historias de hidalgos sobre paredes oscuras. Podía estar horas observando a Dulcinea y dejando a mi imaginación creer que se trataba de algún viejo ancestro retratado en una baldosa inerte y a la vez tan viva como el recuerdo. En invierno el frío taladraba los huesos en ese pasillo, pues el calor se acumulaba en el habitáculo donde los vivos hablaban sobre la muerte. Y allá afuera, en el resto de las estancias, el frío y la soledad reinaban, pero solo así la casa podía convertirse en una trinchera de búsqueda de nada en concreto. Quizá en la búsqueda del significado de algo que nunca llegué a descifrar.

Es extraño pensar en cómo sentíamos el pasado si la mayor parte del tiempo en que existimos no podemos sentir el presente, pero quizá pueda recordar que sentía que todo ese espacio, aunque tenue y lúgubre, era mío. Mi soledad refugiada en cada rincón de esa casa, en cada intersección, en cada telaraña. Quizá por ello siempre tenía la necesidad de conocerlo más en profundidad, acaso buscaba adentrarme en otras profundidades que aún hoy sé que se encuentran allí enterradas en el olvido.

Ahora todo está lejos. Ni tan siquiera puedo volver a sentir ninguno de los recuerdos, solo puedo ser automáticamente consciente de que en algún momento del pasado existieron.





























¿Tristeza de no poder regresar al lugar o al momento? ¿Qué causa la nostalgia, haberlo vivido o que el tiempo nos lo haya arrancado del recuerdo lúcido? La angustia echa raíces profundas cuando el pensamiento se pierde en lo imposible del pasado. Llevaba tiempo no queriendo pensar, o sin tiempo para hacerlo, y por ese desuso surgido de la abulia, ahora me ahoga la incapacidad de volver allí. La impotencia de no poder situarme en ningún tiempo ni espacio. La parálisis de la voluntad del pensamiento y de la acción misma. Como un simple objeto en la nada que ni nace ni muere, plenamente virgen de experiencia.

Vuelvo a repasar las fotos y me doy cuenta del bloqueo que me invade. No hay definición para esta mezcla de emociones. Quizá sí y solo tengo demasiada prisa por encontrarla o la negación de profundizar en ella, o el olvido de llevar a cabo el proceso, o la invasión de elementos que me mantienen en un estado catatónico e irreflexivo.

En esa chimenea aún hay cenizas de aquella última reunión, ojalá recomponerlas para volver atrás y leer el último titular del periódico calcinado. Aún escucho las voces, las risas, aún sigue oliendo a humo y a vino, impregnados en mi recuerdo, pero también en la madera de la mesa vieja y en las paredes en las que aún habita una huella del pasado, recuerdo en forma de mancha.

Hace tantos años que solo recuerdo estar sentada en una silla amarilla, pequeña, de plástico, rodeada de personas que ya no existen, incluso la mayoría estando vivos. ¿No es peor la nostalgia de no poder vivir aquello sabiendo que muchos, ahora desconocidos, continúan con sus vidas como si nada de todo aquello hubiese sucedido? Una extraña autobiografía ficcionada en la que no distingo lo real.