lunes, 25 de marzo de 2024

La casa

 

Es en la casa de mi abuela donde más escuché hablar sobre la muerte. Este hecho me enraizó a aquel espacio inconscientemente. La habitación de la gloria, que se situaba justo debajo de la mesa camilla redonda de mantel de falda, y que de vez en cuando impregnaba el aire de letargo; las extrañas hamacas que susurraban letanías al mecerse, y en las que mi abuelo me cantaba Ya se murió el burro; el sofá oscuro con motivos de espigas blancas bajo cuyas almohadas siempre se perdía alguna moneda o algún clínex arrugado sin usar; el armario, que escondía el ajedrez con el que perdí un millón de veces, con aquellas piezas de las que aún recuerdo el olor a madera vieja; el cajón de arriba, donde solo encontraba tesoros aleatorios, similar a aquellos libros donde tenías que encontrar seis canicas azules, cuatro alfileres y veinte sellos y escudos ocultos en el caos de objetos mezclados sin ningún sentido...



Pero sobre todo, el silencio que se escondía en aquellas conversaciones y que a veces se convertía en un mantra con el tic tac del reloj de la cocina desacompasado del tic tac del reloj del salón. En la infancia los silencios de las conversaciones adultas se tornan espesos, pero agradables, e incluso sin saber explicar por qué, reconfortantes.

Ese silencio se mezclaba con la gradual oscuridad que inundaba al mismo tiempo pero no en la misma intensidad tanto el cuarto como el resto de las estancias de la casa lúgubre en su totalidad. Silencio que según anochecía, se tornaba pausado y terrible, aunque al mismo tiempo no querías que terminase para poder explorar la casa en tinieblas sintiendo el miedo y la taquicardia de la incertidumbre ante las misteriosas habitaciones de alcobas que parecían esconder espíritus de ancestros. Cuantas más sombras se espaciaban por el cuarto, ya de por sí lúgubre, más se podía escuchar la sangre en la cabeza recorriendo tus adentros. El tiempo discurría en un tenue zumbido de vida y muerte. Se podía sentir la oscuridad en los huesos, pero no se encendía la luz hasta su total disolución, muestra inconsciente del solemne respeto por el Tiempo. En paralelo los temas se encaramaban más a la muerte, como un caduceo, o como una enredadera que conquista flemática todo lo que pueda abrazar con sus largas y esqueléticas raíces...





Recuerdo escuchar detenidamente aquellas conversaciones, seguramente desde una perspectiva de la obediencia hastiada, sin enterarme de nada y sin embargo, habiendo sido conquistada por cada palabra y cada historia. Todo pasa y todo queda. A veces hay que pararse a escuchar los detalles más mínimos que recordemos del pasado, porque eso es, en una medida más individual que todas las células y todos los átomos, sangre y huesos, lo que de alguna forma configura nuestra esencia no colectiva.

Recuerdo ser víctima del rapto de la soledad y buscar por toda la casa la quietud arrinconada en silencios...














La linterna vieja que emitía un haz de luz casi inexistente y tan naranja que parecía oniria, guiaba los pasos entre lo tenue de los habitáculos. Una extraña sensación de muerte y taquicardia me invadía como una legión avanzando favorable hacia un enemigo ya derrotado por la desidia...
















Recuerdo el tacto de mis dedos acariciando texturas, rodeando viñetas de motivos grabados que contaban historias de hidalgos sobre paredes oscuras. Podía estar horas observando a Dulcinea y dejando a mi imaginación creer que se trataba de algún viejo ancestro retratado en una baldosa inerte y a la vez tan viva como el recuerdo. En invierno el frío taladraba los huesos en ese pasillo, pues el calor se acumulaba en el habitáculo donde los vivos hablaban sobre la muerte. Y allá afuera, en el resto de las estancias, el frío y la soledad reinaban, pero solo así la casa podía convertirse en una trinchera de búsqueda de nada en concreto. Quizá en la búsqueda del significado de algo que nunca llegué a descifrar.

Es extraño pensar en cómo sentíamos el pasado si la mayor parte del tiempo en que existimos no podemos sentir el presente, pero quizá pueda recordar que sentía que todo ese espacio, aunque tenue y lúgubre, era mío. Mi soledad refugiada en cada rincón de esa casa, en cada intersección, en cada telaraña. Quizá por ello siempre tenía la necesidad de conocerlo más en profundidad, acaso buscaba adentrarme en otras profundidades que aún hoy sé que se encuentran allí enterradas en el olvido.

Ahora todo está lejos. Ni tan siquiera puedo volver a sentir ninguno de los recuerdos, solo puedo ser automáticamente consciente de que en algún momento del pasado existieron.





























¿Tristeza de no poder regresar al lugar o al momento? ¿Qué causa la nostalgia, haberlo vivido o que el tiempo nos lo haya arrancado del recuerdo lúcido? La angustia echa raíces profundas cuando el pensamiento se pierde en lo imposible del pasado. Llevaba tiempo no queriendo pensar, o sin tiempo para hacerlo, y por ese desuso surgido de la abulia, ahora me ahoga la incapacidad de volver allí. La impotencia de no poder situarme en ningún tiempo ni espacio. La parálisis de la voluntad del pensamiento y de la acción misma. Como un simple objeto en la nada que ni nace ni muere, plenamente virgen de experiencia.

Vuelvo a repasar las fotos y me doy cuenta del bloqueo que me invade. No hay definición para esta mezcla de emociones. Quizá sí y solo tengo demasiada prisa por encontrarla o la negación de profundizar en ella, o el olvido de llevar a cabo el proceso, o la invasión de elementos que me mantienen en un estado catatónico e irreflexivo.

En esa chimenea aún hay cenizas de aquella última reunión, ojalá recomponerlas para volver atrás y leer el último titular del periódico calcinado. Aún escucho las voces, las risas, aún sigue oliendo a humo y a vino, impregnados en mi recuerdo, pero también en la madera de la mesa vieja y en las paredes en las que aún habita una huella del pasado, recuerdo en forma de mancha.

Hace tantos años que solo recuerdo estar sentada en una silla amarilla, pequeña, de plástico, rodeada de personas que ya no existen, incluso la mayoría estando vivos. ¿No es peor la nostalgia de no poder vivir aquello sabiendo que muchos, ahora desconocidos, continúan con sus vidas como si nada de todo aquello hubiese sucedido? Una extraña autobiografía ficcionada en la que no distingo lo real.


























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