Hoy mi madre me ha pasado esta foto de lo último que queda en la casa de mis abuelos, casi derruida por lo inhabitado.
Pienso en el eterno capítulo que la despoblación sigue escribiendo con desidia. Castilla sigue muriendo y buscamos apagar su sed con una esponja empapada en vinagre.
Hablo con mi madre y me dice que han vendido esa casa repleta de infancias generacionales, de tardes de silencios de madera vieja. No puedo procesarlo. Algo se ha roto pero no puedo entrar a rebuscar qué es. Solo siento un extraño frío y una tristeza que recorre mi interior sin saber muy bien de dónde procede. Me angustia la idea de saber que la nostalgia me abandona, que el fugaz paso del tiempo hace que el recuerdo sea plúmbeo e inconstante, intermitente, gradualmente quebrado y difuso.
Ahora no puedo pensar claro, las redes me han atrapado hasta el punto de ser un píxel muerto más en esta pantalla de la que no puedo salir.
Ya no puedo acceder a la experiencia del recuerdo lúcido. Todo lo que se me presenta del pasado, desde el más remoto al más inmediato, es una mancha difusa de algo que yo no he vivido.
Claro que recuerdo lo que viví, y quizá pueda acordarme de cómo me sentí. Pero por qué se nos niega la capacidad de instalarnos en ese pasado y recrearnos en el lujo de haber disfrutado de una infancia libertaria? "Recordar", en todo su significado etimológico se ha perdido porque lo automático se ha instalado en cada acto que realizamos.
Esta pérdida material se extrapola al dolor por la pérdida de todo lo que ello conlleva. Una casa llena de nada, de vacío, y a la vez llena de movimiento a través de todas sus etapas en la historia. Una familia que ya dejó de ser familia como los muertos dejan de ser vivos.
Cómo volver a
enraizarse desde el desarraigo por la pérdida del mismo presente, si hasta el
recuerdo es devastado por las grietas como una hoz que de un solo movimiento
desgarra hasta el aire.
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